martes, 8 de octubre de 2019

Desde Rusia con amor

1 comentarios
 
El desplazamiento a Rusia era uno de los esperados. De aquellos que coges con ganas y que, sí o sí, van a salir bien.

Tardamos en comprar los billetes, costó tener el visado, pero al final estuvo todo más que listo para que, el miércoles 2 de octubre, a primera hora de la tarde, pudiéramos volar hacia Moscú.

Mi padre y yo llegamos al aeropuerto y allí nos encontramos con Víctor, Félix, Sergi y las hermanas Esther y Sonia. Nos tomamos nuestras cervezas (la previa empezaba pronto) y subimos al avión después de pasar el protocolario registro con escaneado de rostro. El viaje en avión fue muy correcto. Algo más de cuatro horas, pero con servicio de cátering que nos permitió ingerir algo mínimamente comestible. Además, las risas con el mochilo, el Borisov, o las collejas de Esther estaban aseguradas.

Una vez aterrizados en Moscú, nos esperaba una furgoneta que nos llevaría a los siete hacia el hotel. Eso sí, hay que matizar dos cosas: para la foto del visado no vale una de la primera comunión, así como adelgazar mucho, que luego los rusos no se creen que seas tú; y llevar la voz de Darth Vader en el GPS, así como poner la Marcha Imperial al llegar a destino te convierte, sí o sí, en un puñetero friqui de los más grandes.

Llegamos al hotel más allá de medianoche. El Hotel Custos nos dio la bienvenida sin excesivo frío. Dejamos las bolsas y fuimos a continuar la previa al final de la calle. Allí decidimos el planing del día siguiente y tuvimos el primer contacto con un bar-restaurante moscovita: el entendimiento no iba a ser fácil.

Nos levantamos temprano. El jueves se había despertado completamente despejado. Con apenas una sudadera no sentías frío. Fuimos a desayunar a un bar cerca de la Plaza Roja, en donde habíamos quedado con el guía que nos iba a enseñar la ciudad. El desayuno fue, más o menos, como la cena del día anterior: algo menos que un desastre. De todo lo que exponían en la carta no tenían la mitad, además de ser lentos para aburrir.

Después de buscar el guía por toda la Plaza Roja y de hacer alguna llamada, nos encontramos y empezamos la ruta. He de decir que el guía, un teniente en reserva, se portó de cine con nosotros. A parte de hablar claro (en español) y de intentar explicar todo con detalle, nos regaló una insígnia con el emblema ruso y nos aconsejó en todo momento qué hacer por la tarde y al día siguiente. El tour turístico duró hasta las 15h. Seis horas arriba y abajo, caminando por aquí, subiendo al metro por allá, cogiendo fuerzas probando comida rusa (no me hagáis decir el nombre de la especie de empanada de patata que me comí, pero estaba realmente buena), visitando el Teatro Bólshoi, el Mausoleo de Lenin, etc. Para que os hagáis una idea: prácticamente 23 kilómetros caminamos al final del día.

Fue una idea magnífica contratar a un guía privado para los siete. Nos permitió ver gran parte de la ciudad en el tiempo que teníamos y de forma muy eficaz.

El mismo guía nos acompañó al hotel en donde, teóricamente, teníamos que recoger las entradas para el partido. Digo teóricamente porque, de hecho, nos equivocamos. La cara del recepcionista cuando yo le contaba que tenía que recoger unas entradas para un partido de fútbol, que si el Espanyol de Barcelona, que si Daniel Pérez, que si esto, que si lo otro... os la podéis imaginar. Llegamos al otro hotel, al de verdad, en el que sí se hospedaba el club, un ratito después, tras tener que subirnos a un Uber. Allí, en el Hyatt Regency Moscow Petrovsky Park, nos dieron las entradas para el partido. Eran ya más de las 16h y aún no habíamos comido.

Nos metimos de nuevo en el Uber y nos dirigimos a nuestro hotel. En ese momento no había disponible furgoneta de siete plazas, y tuvimos que coger dos coches. Lo odisea en automóvil por las calles de Moscú es bárbara, de verdad. Es una selva de la que, a fuerza de golpes y machetes, debes salir. Qué barbaridad de conducción.

Una vez pasados por el hotel para dejar trastos, y aunque el hambre apretaba, cogimos el metro y fuimos hacia el CSKA Arena. De la ciudad, además de la limpieza de las calles, de la ausencia de animales domésticos, y de la majestuosidad de todas sus obras de arte (incluídas las estaciones de metro), cabe destacar también la cantidad de agentes de seguridad, policías y miembros del ejército que ves por la calle. Es algo también digno de elevar.

Llegamos al estadio habiendo hecho una breve parada para comer algo parecido a una palmera. El CSKA Arena nos esperaba con ambiente de gala. Tenderetes en las afueras (en donde compré las bufandas y los pines), una especie de Fan Zone para los más pequeños... Y entrada. Allí ya nos encontramos con Nacho, Salvatella, Manu y Vanesa. Una vez ubicados en nuestra zona, vimos aquel panorama: el estadio impresionaba. Más pequeño que el nuestro, pero parecía enorme. Lleno a rebentar, con dos pantallas en las que veías el partido mejor que en directo, y un fondo de animación sencillamente brutal. No sé cuántas personas debían haber en ese fondo, pero era espectacular verlos a todos saltar al unísono, cantar sin parar durante todo el encuentro, incluso perdiendo. Porque, sí, perdieron los rusos. El Espanyol, que sigue batiendo récords (algunos negativos, otros no tanto), se convirtió en el primer equipo español en ganar ahí. Ni Barcelona, ni Madrid, ni nadie. Espanyol.

0-2 se impusieron los blanquiazules ante nuestra alegría, incredulidad y fervor. Qué felicidad da siempre ver una victoria habiéndote desplazado.

Salimos del estadio habiendo escondido las bufandas (ante un escenario desconocido, siempre es mejor prevenir que curar). Fuimos al metro y de ahí a intentar cenar. Porque, sí, como no habíamos comido, como mínimo teníamos que cenar. Como era ya muy tarde y estaba todo cerrado, fuimos al mismo bar-restaurante-24h que la noche anterior, y seguían sin tener casi de nada. Cenamos lo que pudimos, alguno quitando el queso de la hamburgesa. Eran más allá de la una de la madrugada. Algunos se fueron a las habitaciones; otros, hicimos un par de copas más para celebrar la victoria.

El viernes ya despertó más frío. Sin ser excesivo, la lluvia hizo bajar la temperatura. Llovió durante casi toda la mañana, y eso nos privó de hacer más turismo. Intentamos entrar en el Kremlin pero no lo conseguimos, así que fuimos a visitar la catedral de San Basilio y, más tarde, comimos en Glavpivtorg, un restaurante que recrea a la perfección el ambiente y las oficinas del KGB. Esta fue nuestra mejor decisión: comimos muy bien y barato.

Con la barriga llena, volvimos al hotel, en cuya consigna habíamos dejado las maletas, y nos volvimos a subir a dos coches Uber (por fuerza, porque como digo, pasear por ahí en coche es apostar a la suerte del suicidio) para ir al aeropuerto. Una vez allí, la rutina aeroportuaria: despelotarse para que vean que vas de buena fe, contestar preguntas tontas con el pasaporte y el visado en mano, hacer colas y más colas, y comprar los últimos souvenirs en el duty free (qué bien me vino el periódico que compré en cuya portada aparecía ya la derrota del CSKA).

El viaje de vuelta fue plácido y con cena. Durmiendo algunos, otros pensando en si tendríamos tiempo de dormir. Sobre las 23h llegaríamos a El Prat, dejaría el histórico e inolvidable desplazamiento moscovita atrás para, en apenas unas horas, coger otro vuelo, esta vez nacional, y empezar un nuevo viaje: Mallorca me esperaba.

One Response so far.

  1. Jaime says:

    Un viaje para no olvidar,con bastantes anécdotas,buena compañía y una victoria pa la saca.Se tendrá que repetir algún día.